Hace apenas una semana vivimos lo que muchos considerarían un evento inesperado, casi impensable en la España del siglo XXI: un apagón eléctrico a nivel nacional. Nos sumió en las sombras y nos recordó, especialmente en las grandes ciudades, lo dependientes y vulnerables que somos cuando fallan los servicios que damos por garantizados. Esa experiencia me llevó de inmediato a mi manual de supervivencia intelectual: Antifrágil, de Nassim Nicholas Taleb.
Una obra que no envejece, sino que se afila con el paso del tiempo. Cada década que avanza convierte este libro en un texto de cabecera aún más relevante, especialmente cuando el mundo moderno demuestra su fragilidad en cada nueva crisis.
El síndrome de Stiglitz: cuando la teoría vive al margen del riesgo
El capítulo 23 de Antifrágil gira en torno a un concepto clave: “jugarse algo propio” (skin in the game), y desmonta una falacia muy extendida en el ámbito económico: la de los expertos que opinan, prescriben y diseñan estrategias sin asumir el menor riesgo personal.
Aquí es donde Taleb introduce el llamado síndrome de Stiglitz, una crítica directa a ciertos economistas académicos —nombrando específicamente a Joseph Stiglitz, premio Nobel— que, según él, encarnan una peligrosa desconexión entre la teoría y la práctica. Estos economistas construyen modelos elegantes pero poco útiles frente a la incertidumbre real, ignorando errores humanos y fenómenos extremos —los llamados cisnes negros— que pueden colapsar sistemas enteros.
Según Taleb, quienes padecen este síndrome tienden a:
- Priorizar la teoría sobre la experiencia real.
- Confiar excesivamente en la predicción.
- Subestimar la complejidad y la volatilidad del mundo.
Frente a ello, Taleb propone sistemas antifrágiles, que no solo resisten el caos, sino que se fortalecen con él, y denuncia cualquier visión excesivamente centralizada, tecnocrática o desarraigada de la práctica.
El apagón y los nuevos charlatanes
En mi opinión, el apagón del lunes pasado es un ejemplo de manual del síndrome de Stiglitz. Aunque aún no se han hecho públicas las causas oficiales, mi impresión es que seguimos estando gobernados por demasiados teóricos de despacho y muy pocos técnicos con experiencia de campo y verdadera responsabilidad directa en sus decisiones.
Lo he dicho muchas veces: uno de los grandes males contemporáneos es que la toma de decisiones —especialmente las que afectan a infraestructuras críticas y la economía— está en manos de políticos, abogados y economistas que padecen este síndrome. Charlatanes respetables en lo formal, pero teóricos sin piel en el juego.
Los antiguos lo sabían
Las civilizaciones antiguas entendían mucho mejor que nosotros la importancia de la responsabilidad directa. No confiaban en la retórica ni en la autoridad académica sin consecuencias reales.
- A los ingenieros romanos se les obligaba a vivir bajo el puente que habían construido. Su seguridad personal era la garantía de su obra.
- Los soldados firmaban un sacramentum por el que aceptaban ser castigados en caso de fracaso. Se hacían responsables, tanto del éxito como del desastre.
- Si una legión perdía una batalla y se sospechaba cobardía, se aplicaba la decimatio: se ejecutaba al 10% de sus miembros, incluidos oficiales, seleccionados por sorteo. Duro, pero eficaz como sistema de responsabilidad colectiva.
¿Cómo aplicarlo hoy?
Sin llegar a tales extremos, podríamos adaptar el espíritu de estos mecanismos a nuestro tiempo:
- Responsabilidad económica personal: Ministros de economía, presidentes de bancos centrales o gestores públicos deberían comprometer parte de su patrimonio como garantía frente a errores graves o decisiones fallidas que comprometan el bienestar colectivo.
- Corresponsabilidad ejecutiva: Altos directivos de empresas sistémicas (eléctricas, bancos, telecomunicaciones) podrían firmar contratos con cláusulas que impliquen consecuencias económicas y profesionales si su gestión produce daños estructurales.
- Rendición política automática: Establecer mecanismos de responsabilidad electoral real. Por ejemplo, que el incumplimiento de una promesa económica clave implique la renuncia obligatoria del cargo o la inhabilitación para futuras candidaturas.
Estas propuestas no buscan instaurar un sistema punitivo irracional, sino restaurar el principio de skin in the game: que quien toma decisiones relevantes asuma también parte del riesgo. Solo así reduciremos la fragilidad de nuestras instituciones y crearemos entornos donde la prudencia, la experiencia y la responsabilidad vuelvan a ser virtudes esenciales.